18 sept 2013

EL SENTIMIENTO DE SOLEDAD QUE ACOGIÓ LA REFLEXIÓN SOBRE EL HOMBRE.





A ESTA reflexión sobre sí, de la que venimos hablando, propende sobre todo el hombre que se siente solitario y él es también el más capacitado para ejercerla, el hombre, por tanto, que, por su carácter o por su destino, o por ambas cosas a la vez, se halla a solas y con su problematismo, y que en esta soledad que le queda logra topar consigo mismo y descubrir en su propio yo al hombre y en sus propios problemas los del hombre. Las épocas de la historia dcl espíritu en que le fue dado a la meditación antropológica moverse por las honduras de su experiencia fueron tiempos en que le sobrecogió al hombre el sentimiento de una soledad rigurosa, irremisible; y fue en los más solitarios donde el pensamiento se hizo fecundo.

En el hielo de la soledad es cuando el hombre, implacablemente, se siente como problema, se hace cuestión de sí mismo, y como la cuestión se dirige y hace entrar en juego a lo más recóndito de sí, el hombre llega a cobrar experiencia de sí mismo. Podemos distinguir en la historia del espíritu humano épocas en que el hombre tiene aposento y épocas en que está a la intemperie, sin hogar.

En aquéllas, el hombre vive en el mundo como en su casa, en las otras el mundo es la intemperie, y hasta le faltan a veces cuatro estacas para levantar una tienda de campaña. En las primeras el pensamiento antropológico se presenta como una parte del cosmológico, en las segundas ese pensamiento cobra hondura y, con ella, independencia.

Voy a ofrecer unos cuantos ejemplos de ambas y, con ellos, unos como capítulos de la prehistoria de la antropología filosófica. Bernhard Groethuysen, discípulo de mi maestro Wilhelm Dilthey, fundador de la historia de la antropología filosófica, dice con razón, a propósito de Aristóteles (Philosophische Anthropologie, 1931), que, con él, el hombre deja de ser problemático, no es para sí mismo más que “un caso”, y que cobra conciencia de sí mismo sólo como “él” y no como “yo”. No se penetra en esa dimensión peculiar en la que el hombre se conoce a sí mismo como sólo él puede conocerse, y por eso no se descubre el lugar peculiar que el hombre ocupa en el universo.

El hombre es comprendido desde el mundo, pero el mundo no es comprendido desde el  hombre.

La tendencia de los griegos a concebir el mundo como un espacio cerrado en sí mismo culmina, con Aristóteles, en el sistema geocéntrico de las esferas. También en su  filosofía rige esa hegemonía del sentido de la vista sobre los demás, cosa que aparece por primera vez en el pueblo griego como una inaudita novedad de la historia del espíritu humano, hegemonía que ha permitido a ese pueblo vivir una vida inspirada en imágenes y fundar una cultura eminentemente plástica.


Surge una imagen óptica del mundo, creada a base de las impresiones de la vista, tan concretamente objetivada como sólo el sentido de la vista puede hacerlo, y las experiencias de los demás sentidos se intercalan luego en el cuadro. También el mundo de las ideas de Platón es un mundo de los ojos, un mundo de figuras contempladas. Pero es con Aristóteles con quien esa imagen óptica del universo llega a su clara decantación insuperable, como un mundo de cosas, y el hombre es también una cosa entre las del mundo, una especie, objetivamente captable, entre otras muchas, y no ya un forastero, como el hombre de Platón, pues goza de aposento propio en la gran mansión del mundo, aposento que no está en lo más alto, pero tampoco en las bodegas, más bien en un honroso lugar intermedio. Faltaba el supuesto para una antropología filosófica en el sentido de la cuarta pregunta de Kant. (Martin Buber).

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