29 sept 2013

SUBSTANCIA PSICOACTIVAS.





La primera discusión sobre substancias psicoactivas se dio con Platón, en el libro de las leyes, en el que inicia debatiendo sobre el vino, si era legal consumirlo y enseñar a consumirlo, porque en la medida que se llegan a sitios encuentra clases de vinos y deben de saber consumirlo, para no enloquecer y fallar la misión de colonización.

Sócrates en su investigación moral habla sobre si se debe obedecer la ley o la conciencia. Más aun los cínicos creen tener superioridad moral, y critican las convenciones sociales.

Esta problemática de consumo de drogas es antigua, tiene su historia y hay que conocer, vivir en el interior, para entender, la ley, la moral y la cultura. 
http://www.youtube.com/watch?v=yg-tbxfEN20


MAQUIAVELO


NICOLÁS Maquiavelo era un florentino quince años más joven que Savonarola, de modo que pudo ver su trayectoria, magnífica primero, hasta ser el personaje principal de Florencia, y su estrepitosa caída más tarde.
La singular carrera del predicador impresionó profundamente a Maquiavelo, que extrajo de la vida de aquél dos enseñanzas: 1, que no hay que ser más papista que el Papa, y 2, que no sirve de nada tener pasta de líder si no se cuenta al mismo tiempo con el apoyo de las armas.

¡Es tan cambiante el ánimo de las masas! “La chusma e mobile cual piuma al vento.” Sólo las armas ponen a cubierto de esa “movilidad” temperamental de las muchedumbres.

La vida de Maquiavelo fue relativamente agitada a partir de los veintinueve años, en que ganó en concurso público un importante cargo administrativo en el Consejo de Florencia, con un sueldo de 200 florines, menos el 20 para la Caja de Previsión, el 15% para el fondo de Desahucio, el 10% de impuesto a la renta, el 8 % para la construcción de escuelas, el 5 % para reconstruir las ciudades asoladas por erupciones volcánicas y el 4 % para alguna finalidad que nunca pudo determinar con claridad. En varias ocasiones pidió que se quedaran con el sueldo líquido y le dieran a él los descuentos, pero sus solicitudes todavía están en trámite.

Maquiavelo era astuto y ambicioso. Deseaba hacer fortuna y, con este fin, primero le hizo empeño al gordo de la lotería, pero después de cinco años, en que sólo tres veces sacó terminación, intentó otro método: hizo cuanto pudo por ganarse la simpatía de los Médicis y de los Borgia, pero en esto tampoco tuvo mucha suerte. Los Borgia y los Médicis lo encontraban picante y medio pelo, así es que siempre lo trataron con frialdad. Tentando a la fortuna por otro flanco, Maquiavelo pidió a don Ludovico Corsini, hombre rico y linajudo, la mano de su hija Marietta, una muchacha bien dotada1. El señor Corsini accedió a la solicitud de Nicolás cuando éste aún no terminaba de hablar, de modo que, antes de que tuviera tiempo de pensarlo dos veces, se encontró casado con la opulenta Marietta, la que abrió una cuenta corriente bancaria a nombre de Maquiavelo, el que la usó de inmediatopara comprarse un traje, pues, si bien es cierto que entonces se usaba la ropa brillante y con flecos, era mal visto que el brillo se concentrara en los codos y asentaderas, y que los flecos abundaran tanto como en una colcha. Además, Maquiavelo compró dos hermosas camitas gemelas, una de las cuales colocó junto a la ventana del dormitorio, y la otra en una habitación del cuarto piso, que eligió para habitar él.
Poco después de casarse, Maquiavelo debió viajar, enviado por el Consejo de Florencia, a entrevistarse con el cardenal César Borgia, el cual causó honda impresión en el florentino, a causa de su poderosa personalidad y de su extraordinario éxito, logrado gracias a sus numerosas habilidades y talentos tales como la habilidad para manejar el puñal y el talento para dosificar el arsénico—, junto a una cualidad debida al azar, como el hecho de ser hijo del Papa.

De la comparación de Savonarola y César Borgia habría de surgir en la mente de Maquiavelo la fórmula para triunfar en política, que expondría tiempo después en “El príncipe” “Todos los profetas armados han sido vencedores y los desarmados abatidos.

En 1512 se produjeron en Florencia cambios políticos, a causa de los cuales Maquiavelo fue desterrado por un año. Cuando le avisaron que debía hacerse humo, Nicolás explicó a su mujer que no podía llevarla con él, debido a los peligros que debería enfrentar, y se limitó a aceptarle una bolsita con florines y otra con pastelillos, para recordarla por el camino, en el que abandonó los pastelillos para que tuvieran un festín las aves del bosque. Desde entonces no hay gorriones en Florencia.
Tiempo después se vio envuelto en otra intriga política, y fue encarcelado. Después de esta experiencia, y decidido a no ver más el sol a cuadritos, se alejó de la política y en un retiro campestre escribió su obra cumbre, “El príncipe”. Aunque lo escribió por matar el tedio, ya que la conversación de los aldeanos del lugar lo aburría soberanamente, decidió sacar algún provecho del libro, y, con este fin, estampó en su primera página la siguiente dedicatoria:

DECÁLOGO MAQUIAVÉLICO
1. Mantener un ejército poderoso.
2. Aprovecharse de los débiles.
3. Dividir para reinar.
4. Eliminar sin asco a los posibles rivales.
5. Controlar la distribución de noticias.
6. Emplear hábilmente la propaganda, con el fin de convencer a los pueblos sometidos de que en realidad son libres.
7. Comprarse las simpatías de la clase poderosa de cada país sometido.
8. Obtener a cualquier precio el apoyo de las autoridades eclesiásticas.
9. Presentarse uno mismo como defensor de los débiles, de la justicia, del derecho, de la libertad, de la cultura y del progreso.
10. Desprestigiar a los enemigos de uno, describiéndolos como enemigos de la humanidad, de la libertad y de la cultura.


SANTO TOMÁS DE AQUINO


ESTE FILÓSOFO nació en Aquino en 1225. No debe ser confundido con el Santo Tomás que dijo “ver para creer”. Ese fue Tomás el Desconfiado.
Su pensamiento está contenido principalmente en sus obras “La suma teológica”, “La suma contra los gentiles” y “Las humas y el pastel de choclo”.
Uno de los problemas más interesantes que se planteó es el de la resurrección de la carne. Como saben todos los que han estudiado el catecismo, el día del Juicio Final los restos mortales de todos los hombres que han existido se reconstituirán y formarán nuevamente sus cuerpos, de modo que en la Eternidad entraremos los malos también en cuerpo y alma. Pues bien, Tomás se preguntó “¿Cómo se solucionará el caso de los caníbales, hijos y nietos de caníbales, en los cuales cada célula está hecha de sustancias que pertenecieron a otros hombres? Esas sustancias ¿qué cuerpo contribuirán a formar el día del Juicio Final: el de caníbal o el del devorado?”
Misterio.

La vida de Santo Tomás está repleta de milagros. En una ocasión, después de escribir una teoría sobre uno dé los más peliagudos problemas teológicos, se sintió inseguro en cuanto a si había escrito algo acertado o errado. Entonces ocurrieron dos milagros al hilo 1º, una aparición le dijo al santo: Tu teoría es correcta, hijo mío, pues la escribiste bajo inspiración divina, y 2º, Tomás, al escuchar eso, se elevó del suelo como medio metro, y permaneció suspendido en el aire durante varios minutos, como un cosmonauta en órbita.
Cuando los demás teólogos supieron que Tomás había infringido la ley de gravedad, varios de ellos, que le tenían envidia, sostuvieron que toda infracción ala ley, cualquiera que ésta sea, debe ser castigada. Pero los otros teólogos se manifestaron partidarios de la canonización del aquinense apenas muriera.
Otros milagros menos espectaculares relatan sus biógrafos, tales como curación de enfermos y cosas por el estilo, pero éstos son milagros de poca monta, que pueden realizar hasta, las “animitas” de los que atropella el tren.

Una noche del año 1274 entró Tomás de Aquino a comprar cigarrillos a un boliche de mala muerte, y un curadito bastante macizo que había junto al mesón lo invitó a beber, diciéndole:
—¿Tomás?
—Aquino —repuso el santo, creyendo que le preguntaban el resto de su nombre.
El borrachito entendió que el santo no quería tomar con él, y, ofendido, le dio tal paliza que el filósofo expiró allí mismo.


GREGORIO EL GRANDE


GREGORIO era hijo de un millonario, y se crió en medio del lujo. Como es lógico, tenía muchos juguetes, los que elegía cuidadosamente su madre, que era muy beata. Ella jamás quiso comprar a Gregorio —”mi Goyito regalón” lo llamaba— revólveres, soldaditos de plomo, ni tanques con cuerda. En cambio, le regalaba medallitas, estampas religiosas, pequeñas iglesias para armar y frailecitos de plomo. La influencia de su madre fue decisiva para Gregorio: a los treinta y cinco años regaló su fortuna para que se fundaran monasterios, convirtió su propio palacio en convento, y adoptó los hábitos benedictinos. Quince años después, Gregorio ya era Papa.
La obra cumbre de este gran hombre fue su libro “Cómo deben escribirse las cartas”. En esto Gregorio fue un maestro. Escribió cientos de amables cartas, pletóricas de hermosos elogios para sus destinatarios, aunque con numerosas faltas de ortografía, pues según el ilustre prelado, que en esto estaba de acuerdo con muchos de sus colegas de aquella época, el conocimiento pervierte a los hombres.
Una de las cartas más famosas de Gregorio es la que dirigió a Desiderio, obispo de Viena. Su texto reza así:

iJo mioh: e thenido notisia qe daz klasez de gramhatika, lo que devez dejar de aser inmediatamente, por qe ez algo eccekravle i bil. te rhuego qe degez de aser ezaz klacez oh de otro mhodo lo pazaraz mal. seria una berdadera laztima qe murieraz tan joben. tu amigo Gollo.

Con esas cartas, escritas con la cortesía más exquisita, Gregorio consiguió que el rebelde clero de entonces se sometiera a él más que a otros Papas anteriores.
Otras amables cartas las dirigió a las autoridades políticas, con las que siempre se llevó muy bien. Escribió muchas al emperador Mauricio, manifestándole su más ferviente admiración y su leal adhesión. Un día, sin embargo, un caudillo popular asesinó al emperador Mauricio. Después limpió su cuchillo y ocupó el trono. Al día siguiente, el nuevo emperador comenzó a recibir cartas de Gregorio, en las que éste le manifestaba su más ferviente admiración y su leal adhesión.

Gracias a esta hábil política Gregorio pasó a la Historia con el apodo de El Grande

SAN AGUSTÍN, UN EJEMPLO QUE RECONFORTA


SAN AGUSTÍN fue el primer hombre que escribió sus memorias íntimas, a las que tituló “Confesiones”. Por ellas se sabe que en su juventud fue un gran pecador. Cuenta en su autobiografía que cuando niño fue sorprendido en el peral de un vecino, comiendo fruta:
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó el vecino, furioso.
—Comiendo manzanas —contestó el santo.
—¡Mientes! —dijo el vecino—. Este es un peral.
—¿Y no puedo haber traído las manzanas en un paquetito? —replicó Agustín.

Pero estaba comiendo peras, peras robadas. Este pecado amargó a San Agustín hasta su muerte. En sus “Confesiones” dedica siete capítulos a lamentar este robo.
Mas no fue este affaire de las peras lo único que debió lamentar el ilustre teólogo.
A los dieciséis años de edad, viajó a Cartago. De lo que allí vio e hizo, dice en sus “Confesiones”: “Todos a mi alrededor hervían en una caldera de amores ilegales. Yo no amaba todavía, pero amaba el amor... Amar y ser amado era dulce para mí; manché, por eso, la primavera de la amistad con la inmundicia de la concupiscencia y oscurecí su fulgor con el infierno de la lascivia.

Pero no se crea que San Agustín era un pecador sin conciencia. No. Su conciencia le atormentaba sin cesar, y constantemente pedía a la Divinidad: Señor; dame castidad y continencia, pero todavía no.
De tanto pedir castidad y continencia, le fueron concedidas. En la religión y en la filosofía encontró una paz interior que antes no había conocido, y un campo enorme al cual entregar su saber y su envidiable energía.

San Agustín es, sin duda, a causa de su redención, un ejemplo que reconforta. Todos debemos aspirar a componer nuestra conducta de manera tan radical como él. Yo os invito, lectores míos, a que os alejéis de las tentaciones carnales, como San Agustín, para lo cual debéis ayudaros con estas palabras suyas “Señor, dame castidad y continencia, pero todavía no”. El método es infalible. Os, aseguro que, con este sistema, antes de cumplir setenta años seréis tan castos como un recién nacido.
Durante la segunda mitad de su vida, San Agustín escribió numerosas y profundas obras, en las cuales mezcló las enseñanzas de Jesús con las doctrinas de los aristócratas esclavistas Platón y Aristóteles. Bajo el alud de pensamientos reaccionarios de esos dos griegos, las palabras revolucionarias de Jesús quedaron sepultadas.


EL DOCTOR ARISTÓTELES


ARISTÓTELES nació en Estagira, en la casa de Nicómaco, el médico de la corte de Macedonia. Esto no tiene nada de extraordinario, pues don Nico era su padre.
Aristóteles aprendió la profesión de médico, pero un buen día, aburrido de mirar lenguas sucias, viajó a Atenas y se matriculó en la Academia de Platón. Allí se destacó como buen alumno, y el día del reparto de diplomas, Platón no sólo le estrechó la mano, sino que le dio un pellizco en la mejilla, que lo hizo ruborizarse.

Con su diploma de la Academia, Aristóteles pronto consiguió trabajo. Filipo, el rey de Macedonia, lo contrató el año 343como profesor de Alejandro, que aún no era Magno, sino apenas un mocoso de trece años. Durante tres años, Aristóteles trató de inculcarle el respeto a la filosofía y a la cultura griega en general, pero los resultados que obtuvo son discutibles. Los historiadores discrepan en cuanto a las consecuencias que tuvo esta relación de profesor y alumno entre dos hombres que habrían de cambiar la historia. Hay al respecto cuatro posiciones, entre las cuales puede elegir el lector: a) Aristóteles influyó en Alejandro; b) Alejandro influyó en Aristóteles; c) ambos se ejercieron recíproca influencia, y d) ninguno influyó sobre el otro.
Después, Aristóteles se casó, y, como le encantaba el tutti frutti, lo hizo con una macedonia.

Para no ser menos que Platón, que fundó una Academia, Aristóteles creó un liceo, y, en los ratos que éste le dejaba libre, escribió kilos y kilos de libros. En ellos aconsejó hablar lentamente, con voz doctoral y con un tono irónico cuando se dirija a los seres inferiores, entre los cuales incluyó, como su maestro Platón, a las mujeres, a los esclavos y a los demócratas. Aristóteles no creía en la igualdad ni en la democracia. Decía que unos hombres nacieron para mandar y otros para ser mandados, aunque no especificó a dónde.

Sus ideas políticas aparecen claras en los consejos que da a los gobernantes para retener el mando: ejecutar o asesinar a las personas de mérito excepcional; prohibir los banquetes de camaradería, las tertulias, las asambleas, las discusiones literarias; comprar la lealtad de las mujeres, esclavos y seres inferiores en general para qué delaten a los descontentos, y, lo más importante, hacer la guerra sin interrupción, a fin de que los súbditos tengan algo en qué ocuparse y sientan siempre la necesidad de un caudillo.
Maquiavelo era un chiquillo de las monjas comparado con Aristóteles.

Para que no le dijeran extremista, Aristóteles inventó la doctrina del justo medio, que afirma que todo extremo es vicio y que todas las posiciones moderadas y equidistantes de los extremos son virtudes: el valor es el justo medio entre la cobardía y la temeridad; el amor propio lo es entre la vanidad y la humildad; el medio filo, entre la sobriedad y la embriaguez, etcétera.

Lo más notable que hizo Aristóteles fue inventar el silogismo, que es un sistema para pensar correctamente que consiste en encadenar los pensamientos con el fin de extraer una conclusión. Esto queda mucho más claro con un ejemplo. Se encontraron en la plaza de Atenas dos discípulos de Aristóteles y uno de ellos saludó amablemente:
—Buenos días.
—¡Guau! —contestó su amigo.
El otro se quedó perplejo y pensativo, pero después de un momento descargó sobre la nariz del insolente toda la fuerza de su puño.
Acudió gente y el filósofo pugilista debió explicar su reacción: —Cuando él me dijo “guau”, apliqué las enseñanzas de mi maestro Aristóteles y construí el siguiente silogismo:

“Guau dicen los perros;
los perros persiguen a los gatos;
los gatos comen ratones;
los ratones comen queso;
el queso se hace de leche;
la leche la producen las vacas;
la vaca es la hembra del toro;
el toro tiene unos enormes cuernos..."
Luego, ello significa que este deslenguado me quiso decir cornudo.

La gente quedó satisfecha con la explicación, y algunos comprendieron entonces la perfección lógica del silogismo, con lo que Aristóteles aumentó su ya crecido prestigio.

También se destacó Aristóteles como científico, y durante dos mil años se aceptaron sus afirmaciones sin ponerlas jamás en duda, pues, como la teología incorporó muchos pensamientos suyos a la doctrina revelada, su prestigio de sabio en las cosas divinas le dio también reputación de sabio en las cosas terrestres. Poner en duda cualquier afirmación de Aristóteles significaba, dos mil años después de su muerte, enfurecer a la Inquisición y arriesgar el pellejo. 

Por ejemplo, afirmó el filósofo que los hombres tienen más dientes que las mujeres, y a nadie se le ocurrió, durante veinte siglos, comprobar si era cierto. Por fin, hacia 1600, alguien tuvo la originalidad de contarle los dientes a su mujer, pero apenas había terminado de hacerlo, cuando la Inquisición ya había tomado cartas en el asunto. 

Felizmente para él, su abogado era un hombre muy hábil, y logró convencer a los inquisidores para que contaran sus propios dientes y se los contaran a algunas mujeres. Comprobado el empate, el acusado fue absuelto, pero durante mucho tiempo fue comentado con asombro el incomprensible error de Aristóteles.

Otro impío, llamado Galileo Galilei, puso en duda otra afirmación de Aristóteles que los cuerpos pesados caen con mayor velocidad que los livianos. Para comprobarlo tiró desde lo alto de la Torre de Pisa varios objetos pesados y otros mucho más livianos: una piedra, un fierro, su suegra, un papel arrugado, algunos corchos de botella y un almohadón de plumas. Sus alumnos —Galileo era profesor de la Universidad de Pisa— observaban al pie de la torre la llegada de los objetos a la meta.
—¡Apuesto al fierro¡— exclamaba un alumno—¡Yo a la piedra! —decía otro.
—¡Y yo a la suegra! —gritaba un tercero.
Pero también en este caso hubo empate, con lo que el prestigio de Aristóteles decayó un poco más.

La Inquisición se interesó por el experimento, y Galileo tuvo que satisfacer su curiosidad. Los inquisidores llegaron a la conclusión de que Galileo no comprendía bien la grandeza de Aristóteles, y le proporcionaron gratuitamente una habitación tranquila para que se entregara a la meditación.

Tal era todavía la influencia de Aristóteles dos mil años después de su muerte.
Hasta el año 323, Aristóteles vivió tranquilamente en Atenas, ciudad que, como el resto de Grecia, estaba sometida a Alejandro, su ex alumno. Ese año murió Alejandro, y los atenienses se rebelaron. Se inició entonces una persecución contra todos los que habían sido amigos del invasor, y Aristóteles, olvidando el ejemplo de Sócrates, puso pies en polvorosa.

Huyendo iba, cansado, sudoroso y jadeante, cuando un síncope lo hizo morder el polvo.

28 sept 2013

ARISTOCLES, ALIAS PLATON.


PLATÓN se llamaba en realidad Aristocles. Nadie sabe con certeza por qué le dieron aquel mote. Según algunos, fue porque tenía las espaldas muy anchas y unos omóplatos grandes como budineras. Según otros, era muy glotón y en su casa le servían el almuerzo en platos más grandes que los corrientes.
Como ya vimos al hablar de Sócrates, Platón fue discípulo suyo. Sentía por su maestro una gran admiración, a la que éste correspondía. De este modo, los unía una amistad muy íntima, tan íntima que ponía celosa a Jantipa, la mujer de Sócrates.

Platón era un hombre de gran fortuna y dueño de muchos esclavos. Todo el mundo sabía que era rico y Sócrates se lo decía a menudo, pero no como un reproche. Se limitaba a decirle:
—¡Qué rico eres, Platón!
Además de ser rico, era muy finto y elegante. Solía vestir un manto rojo plisado y unas sandalias amarillas, con las que, según él mismo comentaba, “hacía furor”.

Las madres de niñas casaderas solían decirles a sus hijas:
—¡Qué dije es ese joven Platón! Tan educadito, tan caballerito, tan fino que es... ¡Me encantaría tenerlo como yerno!
—¡Mamá! ¡Por Zeus! ¿Estás loca? —respondían las niñas, que tenían más olfato que sus madres.
A Platón le tenía sin cuidado que se le considerara un buen partido. Las mujeres eran en su opinión seres inferiores, lo mismo que los esclavos. —¡Ay, pero qué torpes y zonzas son las mujeres! —decía—. ¡Me cargan!
Pero mucho más le cargaban los demócratas, los esclavos, los artesanos y todos los que no eran, como él, “gente bien nacida”. Contra ellos dirigió su artillería más pesada, pero sobre todo contra los demócratas, a los cuales no podía ver ni en pintura.

—¡Los odio, los odio y los odio! —repetía constantemente.
Y no se quedaba sólo en las palabras, sino que tomaba impulso y arremetía, como aquella vez que hizo cuanto pudo para conseguir que se quemaran todas las obras de Demócrito.
Hubo, en realidad, muchas cosas que Platón no supo tomar con filosofía. Más que ateniense, parecía texano.
A los espartanos, que habían establecido en su país un régimen medio nazi, les profesaba una admiración sin límites. En su obra máxima, “La República”, los pone como modelo. ¡Y qué modelo! Esparta era un estado totalitario en que todo el mundo amaba la guerra por sobre todas las cosas. A los niños les despertaban desde pequeños el deseo de ser belicosos soldados, para lo cual idealizaban a los héroes de guerra en las historietas infantiles y en las películas que se proyectaban en la matinée.

En “La República” describe Platón la sociedad ideal en que a él le habría gustado vivir. En ella habría tres clases sociales: los políticos, los militares y la gente inferior, o sea, la que hace algo útil. En esa sociedad, que Platón estimaba perfecta, estaría prohibido reír a carcajadas, escuchar música, ver teatro, leer y comer salsas, confites, carne y pescado. Además, en ella nadie podría mentir, salvo el gobierno.

Al buenazo de Platón le faltaba la pura swástica en la manga de su túnica.
Tal vez el único mérito que se puede reconocer a Platón es su calidad de precursor del cinematógrafo. La famosa alegoría de la caverna que él imaginó es ni más ni menos que una función de cine. En ella presenta a un hombre en el interior de una caverna oscura, mirando cómo se reflejan en el fondo de ésta las sombras de las personas y vehículos que pasan por la entrada de la caverna. El hombre ha estado siempre ahí, con la mirada dirigida hacia el fondo de la cueva, así es que toma las sombras por realidades.

La moraleja es que los sentidos nos engañan, que no debemos creer a nuestros ojos, que las cosas materiales que conocemos por los sentidos no existen, y que la única realidad es inmaterial, ideal. Platón era, como Parménides, un “idealista”. Platón le daba a este punto de vista una aplicación práctica: a veces, cuando por cualquier motivo veía las chozas miserables en que vivían sus esclavos y a los niños de éstos jugando en el barro y cubiertos de moscas, se decía mentalmente:

“Ojillos picaruelos, me estáis engañando como al hombre de la caverna”.
Y así conservaba la conciencia tranquila.
Con tales pensamientos, Platón se transformó en el ideólogo de los hombres ricos de todos los tiempos. Siempre que uno de ellos lee a Platón, queda encantado con él.

“¡Qué formidable! —piensa el rico mientras lee—. ¡Qué gran filósofo! ¡Qué profundo! ¡Coincide totalmente conmigo!”
He ahí uno de los secretos del éxito de Platón.

De todos los conceptos de Platón, hay uno solo que sin duda es simpático y atractivo para todo el mundo: su concepto del amor, el famoso amor platónico.
La explicación más exacta de lo que es el amor platónico aparece clara en el siguiente diálogo. Una hermosa esclava de un rico comerciante ateniense dice a otra:
—Esta noche comeré a solas con mi amo en uno de los jardines de su palacio. Dice que me ama con amor platónico. ¿Sabes tú qué ha querido decir?

—¿Amor platónico?... No podría contestarte con seguridad, pero báñate, por si acaso...

SÓCRATES, EL ARRIBISTA


SOFRONISCO y Fenaretes estaban muy tristes. No por tener esos nombres —total ya estaban acostumbrados—, sino porque el hijo que habían esperado con tanta ansiedad acababa de nacer y era tan feo que quitaba el hipo. La fea criatura —bizca, de nariz corta y ancha, boca enorme y piernas chuecas— era Sócrates. Años más tarde, cuando Sócrates todavía era un niño, ya las madres de Atenas asustaban a sus hijos con esta amenaza:

—Si no te tomas la sopa, voy a llamar a Sócrates...

Tiempo después, cuando murió Sofronisco, que era escultor, le ofrecieron a Sócrates que lo reemplazara en el taller donde esculpían los frisos y estatuas destinados a decorar los edificios de la Acrópolis. El aceptó, pero mejor no lo hubiera hecho. Las esculturas que produjo eran magníficas, pero juzgadas con el criterio de los críticos modernos. El arte de Sócrates era abstracto, cubista, cualquier cosa, menos griego. Le encargaban una estatua de Afrodita y él entregaba un bloque de mármol de forma extraña, que excitaba la imaginación e inducía a pensar en las montañas de la luna, en los terremotos, en los ataques de los bárbaros, pero no en Afrodita.

—Soy un artista incomprendido —decía Sócrates. Pero lo dejaron cesante de todos modos. Una tercera desgracia —su matrimonio con Jantipa— habría de empujarlo definitivamente hacia esa paciente resignación que caracteriza su filosofía. Jantipa tenía veinte años —edad a que las griegas se consideraban solteronas, y sentía, que el tren la había dejado definitivamente. Fue entonces que alguien le habló .de Sócrates. Este era feo y pobre. Andaba con una túnica raída y llena de agujeros, y ni siquiera tenía sandalias: en las ocasiones más solemnes, Sócrates se presentaba descalzo. Además, presentaba algunos síntomas epilépticos y paranoicos: a veces se quedaba quieto largo rato, como una estatua, sordo y ciego a cuanto ocurría a su alrededor. Cuando volvía en sí, contaba que había estado escuchando la voz de su “demonio bueno” —una especie de Ángel de la Guarda—, el que le aconsejaba lo que tenía que hacer. Otras veces, se exaltaba tanto mientras hablaba, que se daba coscorrones y se arrancaba los cabellos, y terminaba formulando rotundos juramentos.

A Jantipa le advirtieron todo eso, pero ella estaba ansiosa de casarse, pues comprendía que ésta era su última oportunidad, y se limitó a comentar:
—Y bueno, peor es nada...
Sócrates, por su parte, se sentía solo, y la idea de tener una compañera no le desagradó. Estaba dispuesto a casarse con cualquier cosa, pero, para que no se notara, le preguntó a su amigo Critón:
—¿Tiene buen carácter esa tal Jantipa?
—¡Hum!... A decir verdad, ella es un poco... difícil...
—Pues... no tiene importancia. Al fin y al cabo, un buen jinete tiene que domar hasta el caballo más chúcaro.
Todo cuanto le hubieran dicho de Jantipa habría sido poco. Ella era alta, flaca, huesuda, fea, peleadora e histérica. Pero Sócrates lo comprendió demasiado tarde. Jantipa era una mujer y eso bastaba. Y se casó.
Al día siguiente de casarse, ya estaba arrepentido. La segunda noche de bodas la pasó farreando con una niña llamada Teodota, de la cual sólo se sabe que no tenía oficio alguno y que, sin embargo, ganaba mucha plata. Al parecer, era un alma bondadosa, pues sus amigos que se contaban por docenas comentaban que era muy güena.

Con aquel hecho, la guerra fría en el hogar de Sócrates estaba declarada. Se prolongó durante muchos años, y a veces se agudizó, como aquella en que Jantipa, no contenta con poner a Sócrates de vuelta y media delante de sus amigos, le tiró un balde de agua. Sócrates, que nunca perdía la calma, se volvió hacia ellos y les dijo:

—Como ustedes ven, mi mujer no sólo truena, sino que, además, llueve...
Sus amigos estaban asombrados.
—¡Pero, Sócrates, cómo puedes soportar a esa mujer!
—La explicación es muy clara —repuso él—. Después de sufrir a Jantipa encuentro simpática a toda la gente.

Sócrates tenía bastante culpa en eso de que su hogar no fuera dulce sino ácido y amargo como una naranja verde, pues no le daba a su mujer ni un centavo. Ni tenía de dónde sacarlo, ya que se pasaba los días charlando por las calles de Atenas. Pero él siempre encontraba razones para justificarse. Una vez, Jantipa, sumamente preocupada al ver que el hijo de ambos, Lamprocles, parecía una radiografía viviente, le dijo a Sócrates:
—Oye tú, holgazán, no cesas de conversar con tus amigos, sin hacer otra cosa en todo el día, y no tenemos dinero siquiera para comprar al niño un pedazo de pan.
—No te preocupes, Jantipa, que no sólo de pan vive el hombre. Por otra parte, debes recordar que la austeridad es una virtud...
—Con ese cuento nos engatusó Pericles...
—Y ten en cuenta que si el chico se acostumbra a las privaciones, estará mejor preparado para la lucha por la vida.
—Pero el niño tiene hambre, Sócrates...
—Y bien, ¿qué es el hambre?
Cuando Sócrates veía perdida una discusión, acudía a ese recurso: interrogar a su interlocutor, en la misma forma como lo hacían los sofistas. Y cuando, a pesar de eso, su contrincante llevaba las de ganar, apelaba a la moral. Veamos cómo siguió aquella discusión con Jantipa.

—El hambre es eso que tú y yo y todo el mundo siente cuando no ha ingerido ningún alimento, viejo parlanchín —dijo ella.
—¿Y de cuántas clases puede ser el alimento, Jantipa? No me negarás que, por lo menos, existen alimentos para el cuerpo y alimentos para el espíritu. ¿Y qué es más importante, alimentar el cuerpo o el espíritu? ¡El espíritu, indudablemente! Y dime, ¿no es acaso inmoral preocuparse de los alimentos del cuerpo cuando el espíritu está sediento y hambriento? Dile a nuestro hijo que deje de preocuparse de cosas inferiores, como es el pan, y que trate de adquirir sabiduría y virtud.

Jantipa no supo qué replicar. Lamprocles, que no había comido en tres días, mordisqueaba con entusiasmo una de sus sandalias, tratando de arrancarle un pedacito. Platón, que se hallaba presente, tomaba apuntes del diálogo sostenido por Sócrates con Jantipa, y, cuando comprendió que la conversación había terminado, tomó a su maestro de un brazo y salió con él. Y, como todos los días a esa misma hora, le dijo:
—Maestro, os invito a almorzar,
—Gracias, mi buen Platón —contestó Sócrates—. Ya sabes que para mí no tiene importancia el alimento del cuerpo, así como ninguna cosa material. Pero, como temo ofenderte si rechazo tu gentil ofrecimiento, lo acepto encantado.
Y, como todos los días, comió opíparamente en casa de Platón y bebió en grandes cantidades el exquisito vino dulce de Creta. La conversación fue, como siempre, un diálogo en el que Sócrates preguntaba y los demás respondían. A fuerza de practicar, Sócrates había adquirido una gran habilidad en este ejercicio. Platón y los demás comensales eran todos jóvenes aristócratas, ricos, dueños de esclavos y enemigos de la democracia. Sócrates no tenía dónde caerse muerto, pero, quizá para que no se acabaran las invitaciones a almorzar, también atacaba a la democracia. Los jóvenes estaban encantados con él.

—Esta es una democracia de harapientos —decía Sócrates, y agregaba—: ¿Cómo puede hacer un buen gobierno esa bulliciosa multitud de zapateros remendones, herreros y barberos? Es imposible. Hay que poner a la chusma en su lugar, enseñarle que las labores de gobierno corresponden a los hombres superiores. Hay que enseñarle, además, a soportar sin una queja su situación inferior. El que se queja del destino ofende a los dioses.

De todas sus enseñanzas, éstas eran las que más gustaban a sus discípulos ese menosprecio por los bienes terrenales que predicaba. Sócrates, y la conveniencia de que cada cual se conformara con su suerte. Ellos estaban muy satisfechos de ser ricos y no menospreciaban en absoluto sus riquezas, pero les parecía muy conveniente difundir esa doctrina entre el pueblo.
—¡Estos rotos están cada día más alzados! —comentaban.
Platón seguía a Sócrates a todas partes, y no se perdía una sola de sus palabras. 

De cuanto él decía tomaba apuntes en un cuaderno. Después los pasaba en limpio y los llevaba a la editorial para que se publicaran con el título “Diálogos de Platón”. Así ganó una fortuna en derechos de autor.
De esta manera pasaba Sócrates el tiempo, feliz y apaciblemente, conversando con sus aristocráticos discípulos por las calles y paseos de Atenas, o en bien provistos comedores.

Transcurrieron muchos años, y Sócrates seguía charlando y charlando, y Platón tomando apuntes y más apuntes, hasta que un día aquél recibió una citación judicial.
El gobierno, temiendo que el semillero de reaccionarios que mantenía Sócrates pudiera urdir una conspiración, como aquella que un siglo antes organizó Pitágoras, decidió eliminarlo. Pero la acusación que se hizo contra el filósofo no mencionó los motivos políticos que la inspiraban, sino que se fundamentó en el aspecto religioso de sus enseñanzas, para despistar.

Una vez ante el jurado de quinientos miembros que habría de conocer el caso, sus perseguidores formularon la acusación:
—Sócrates es un ateo que cree en un solo dios. Pedimos contra él la pena de muerte, porque está corrompiendo a la juventud con sus ideas impías dice que el sol es de fuego, y que la luna es de tierra...
—Perdón —interrumpió Sócrates—, ¿no me estará confundiendo usted con Anaxágoras?
Una cáscara de naranja, arrojada con certera puntería por algún fanático que asistía al juicio, hizo callar a Sócrates.
Después que los acusadores terminaron su exposición, se le concedió la palabra a Sócrates, para que se defendiera, y él, de acuerdo con su costumbre, sometió a sus detractores a un interrogatorio y aprovechó de decir algunas frases para la posteridad, como “sólo sé que nada sé”, “soy un tábano sobre el lomo del Estado”, y otras por el estilo. Además, pidió que, en lugar de condenarlo, lo declararan ciudadano ilustre de Atenas.
—Eso es lo que en justicia merezco —añadió modestamente.
Y al terminar su defensa, siguiendo la costumbre de Atenas, dijo:
—¡Ciudadanos, salud!
—Con cicuta —le contestó a coro el jurado.
Ese era el veredicto. No había nada que hacer.
El público se retiró del tribunal en medio de bulliciosos comentarios. Sólo quedaron ahí los discípulos de Sócrates, cabizbajos y tristes. Platón, como siempre, tomaba apuntes de todo, sin perder palabra de su maestro.
Dos guardias condujeron a Sócrates al fondo del edificio, donde había un jardín. Hasta allá lo siguieron sus discípulos, como los pollitos tras la gallina que es conducida a la olla.
—Huid, maestro —dijeron los muchachos.
—Y bien, ¿qué es huir? —interrogó Sócrates.
Dialogando estaban cuando se acercó el verdugo, un individuo cruel a quien apodaban “El Sádico”.
—¿Cómo quiere la cicuta el señor? —preguntó al filósofo.
—Con bastante azúcar —contestó Sócrates, sin, inmutarse.
—¿Los señores se sirven alguna cosita? —preguntó el verdugo a los discípulos.
Sólo Platón tuvo sangre fría para responder:
—A mí me trae una panimávidapoco rato volvió el verdugo. Sócrates tomó la copa de veneno con mano segura y la bebió de un trago. Apenas lo había hecho cuando exclamó:
—¡Oh, se me han dormido los pies!
—¿Quieres que traiga un despertador? —preguntó el más torpe de los muchachos.
Sócrates no le hizo caso y continuó transmitiendo los efectos del veneno:
—Ahora no siento las piernas..., ni el abdomen..., ni el pecho... Se me han dormido los brazos..., y se me está adormeciendo también la leng...
Eso fue lo último que dijo.
La ejecución de Sócrates causó gran revuelo, y Atenas entera fue censurada por su muerte. Como siempre que alguien muere, sus méritos fueron exagerados sin moderación alguna, como lo prueban estos versos que escribió Eurípides:
Matasteis a Sócrates,

la dulce musa... (Jose Leonidas).